martes, 17 de enero de 2012

El Jetzeit del séptimo arte



The Artist, después de las dificultades que ha tenido para su financiación,
está arrasando a nivel internacional

Hace tiempo que quería escribir esta entrada, pero como cuando tienes una imagen increíble en la cabeza y al traducirla a palabras pierde su magia o su encanto, del mismo modo tenía miedo de que, al desmenuzarla, The Artist, dejara de envolverme como lo hizo al salir del cine.

Y es que, fuera de detalles técnicos que borran por completo esta denominación -o la impresión metalizada que crea- y la convierten en arte -como la fotografía o la luz-, el filme de Hazanavicius ahonda en algo mucho más profundo que hace que se vayan al traste las teorias conspiratorias que auguran el fin. El fin del arte, de la historia, de los relatos. 
Una película de cine mudo perfectamente vigente hoy que juega con recursos nada fuera de lo común para presentar al espectador una historia perfectamente construida a través del dinamismo, las rupturas de silencio y de ritmo y los cambios de registro. 

Genial escenografía en la escena de la escalera
Peter Bradshaw escribía en The Guardian una reflexión que encierra la esencia de lo que señalo cuando apuntaba que "[The Artist] tiene algo que el público anhela tanto en los festivales como en los multicines: una historia realmente buena"


A lo que añadiría: creatividad en su exposición. Porque fuera de artificios y de la cirugía estética de los efectos especiales, hace malabares con los factores más primitivos de las artes escénicas demostrando que no están, en absoluto, obsoletos.

Uno de los mejores momentos de la película
Dejando aparte la música (no porque no sea interesante, si no porque merecería un capítulo aparte) y la excelente interpretación de los protagonistas, la moda juega un papel fundamental. Puede que sea de-formación profesional pero no pude dejar de fijarme, durante los 100 minutos de película,  en cómo los estados anímicos de la historia, su evolución y su desenlace iban unidos irremediablemente al vestuario de sus protagonistas: el esmoquin y la pedrería como síntoma de prosperidad y las telas más gruesas, parcas y simples en el descenso.




En el prólogo de Kate Moss Machine, escrito por Michael Roig, se puede leer una reflexión que la película retoma bajo otra perspectiva:
‘si desaparece la experiencia, se disuelve de alguna manera el pasado y el futuro se carga de invisibilidad’
La invisibilidad del futuro, en este caso, se basa en el hecho de que una película muda, años 20 rompe, por supuesto con lo establecido pero sobre todo, con la proyección de un horizonte sin memoria dándole una patada a esa fobia al pasado que obsesiona al presente impulsándole a romper con cualquier reminiscencia de lo explorado.
Abre una puerta, un interrogante, detrás de la que no sabemos qué vamos a encontrar exactamente.
¿Será verdad que aún quedan paraísos conocidos por explorar?

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